Soldados villarrubieros de la Guerra de Cuba (1898)


"Al cruzar las playas españolas, madre mía, no tuve novedad, al dejar a mi madre llorando, hijo mió, dime a dónde vas".

De esta forma empieza la canción de los soldados españoles en Cuba. Desgraciados jóvenes que fueron embarcados, hace más de un siglo, para luchar en tierras de ultramar; desgraciadas familias, sometidas al horror incomprensible de una guerra absurda, agigantada por la distancia, con una inmensidad de agua como la del océano Atlántico de por medio.
Algunos padres, mejor informados, sabían algo de lo que estaba ocurriendo en Cuba, pero se negaban a aceptarlo; las madres, sumisas, se refugiaban en el silencio, en la soledad, esforzándose en no perder la esperanza, en conservar la fe en lo sobrenatural, en algún milagro.


Puesto de Cascorro (Provincia de Camagüey)- Regimiento de Infantería María Cristina núm. 63. El 22 de septiembre de 1896 comienzan las hostilidades en este punto.

Crucero español Reina Mercedes, hundido en la entrada de la bahía de Santiago de Cuba


Victoriano Encinas, Guillermo Fernández Rojas, Modesto Baeza, los hermanos Juan y Florentino Loma, Juanorro, Jorge "el viejo", Ricardo "Socorro" y Manuel Barranco, todo ellos hicieron el viaje de ida y vuelta a La Habana.

Durante la celebración de la XIV Semana Cultural de 1998, coincidiendo con el centenario de la pérdida de Cuba (3 de julio de 1898), se honró la memoria públicamente de este puñado de villarrubieros que conocieron las penalidades de las travesías transatlánticas, la brutalidad de la guerra y del enfermizo clima tropical.

Se llevó a cabo mediante la representación del minidrama titulado Carta de Cuba, pieza breve inspirada en personajes y situaciones que se dieron en Villarrubia hace más de cien años. Una carta con el dibujo de un barco y una fotografía, así como un cuaderno que, a modo de diario, escribió Guillermo Fernández de Rojas de su puño y letra, durante los nueve años que permaneció en la isla caribeña, sirvieron para fundamentar la pequeña aventura escénica.


Al descorrerse las cortinas del escenario de la Casa de la Cultura se veía una palmatoria con una vela encendida sobre una mesita. A la derecha, con la cabeza inclinada, cubierta con un gorro negro y los brazos lánguidamente cruzados, Florentina Felisa Granados, la madre de Guillermo, sentada en una silla baja. Aparece el cartero gritando con alborozo «¡Carta de Cuba!», pero Florentina está tan ajena a todo cuanto la rodea, que no comprende el significado de las palabras que acaba de oír. Fallan todos los intentos del cartero por suavizar la atmósfera de dolor en que está sumergida la mujer.

Llega el marido, Juan Fernández de Rojas Joya, quien, por el tono de su voz, descubre el elevado estado de tensión en que vive. Florentina conserva la carta apretada contra su pecho Juan siente la necesidad permanente de hacer algo. Viene de ver la postura de la oliva de las Animas (efectivamente, esta viña era de su propiedad), plantada por capricho de Guillermo y ya prepara un viaje al Pozuelo para traer una carga de agua. La actividad le salva del recuerdo opresivo y humillante. Del choque de ambas actitudes; la pasiva e indiferente de Florentina y la hiperactiva de Juan, nace el conflicto matrimonial, se encauza y configura el drama.

En la carta, fechada en Guanajay, el 29 de agosto de 1866, Guillermo se acuerda de la proximidad de las "funciones" del pueblo, de su pueblo, de Villarrubia de Santiago. Eso da pie a Juan para decir en voz alta la forma en que piensa contestar a la carta de su hijo. Le dirá que las fiestas de este año también han sido flojas, y que la gente se acordaba de un muchacho alegre, buenazo, inocentón, famoso por su valentía en los encierros. Llega a decir: "Qué tardecitas nos dabas, sobre to a tu madre". Al oir este comentario, Florentina empieza a lloriquear. Juan le grita "¡No llores!", petición que ella no atiende. Encorajinado y con paso firme, Juan se dirige hacia donde luce la vela. Permanece quieto, meditativo, mirando fijamente la llamita, hincha los pulmones de aire y la apaga de un ruidoso soplido.
El escenario queda patéticamente a oscuras. El cartero desaparece. El asombro detiene el llanto de Florentina. Segundos después, en la oscuridad, Juan enciende una cerilla y con mano temblorosa, la aplica al pabilo de la vela. El escenario recupera el penumbroso alumbrado eléctrico de antes.
Es la culminación del drama conyugal y el principio del desenlace. Todo en silencio. El drama por la ausencia del hijo continúa hiriendo en lo más vivo del alma.

Conducción de un Cañón Culebrina a la Isleta, por tramos via ferrea portatil. el mes de Agosto del año 1897

La vela encendida era un símbolo para la madre: la vida de Guillermo, la conservación de su salud, la idea esperanzada de su regreso. Pero también es para el padre -por eso la apaga- símbolo de cosas tan terribles como las causas de la guerra de Cuba y que haya tenido que ir su hijo,- símbolo de instituciones que rechaza, de políticos ineptos,- símbolo de honores y beneficios obtenidos por algunos a costa del sufrimiento y la sangre de otros. Pero, cuando se percata del abandono en que deja a su mujer durante esos segundos de oscuridad total, es cuando se decide a devolver a la vela su inocente llamita.
Pasa Juan por delante de Florentina, más paralizada y sola que nunca, y desaparece... para inmediatamente reaparecer con los brazos abiertos.
Sobre el largo e intenso abrazo, correspondido con ternura por Florentina, comienzan a cerrarse lentamente las cortinas, mientras empieza a oírse, con acento quejumbroso y melancólico, la Canción de los soldados españoles en Cuba, igual que al principio: dos voces preciosas, nítidas, que sonaban como si viniesen de muy lejos en el tiempo y en el espacio.


Las voces cantoras fueron la de Esperanza Bayo y la de Antonio Trigo. De la dirección se ocupó Miguel de la Fuente, quien asimismo disertó sobre interesantes aspectos políticos y estadísticos de la contienda hispano-cubana. La interpretación corrió a cargo de tres de nuestros más conocidos y admirados actores: Felisa Granados como Florentina, Jesús Ramos como Cartero, y Julio Andrés Granados como Juan, quienes acertaron a transmitir con intensidad el sentimiento dramático deseado.
La joven Montserrat de la Nieta leyó el prólogo con soltura y segundad. La obra emocionó al público que asistió a las dos representaciones.



Fuente: Manuel Fernández Nieto
Libro de Fiestas Patronales 1998


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